Dicha tragicomedia ha contado con sus elementos constitutivos básicos, es decir, escenas de horror, escenas de comicidad, paradojas, desencuentros, siempre protagonizadas por una serie de figuras cada cual más representativa del caso. Y, por no faltar detalle, hasta la farsa ha tenido hueco en ese gran teatro del mundo ofrecido con todo rigor en el escenario sin par de unas excavaciones.
Un director general, un consejero, un profesor universitario y el coro, formado por cierta plataforma ciudadana que suplicaba a los dioses un remedio para el desaguisado que se cocía en los pasillos de palacio. También, como verán los señores espectadores, no ha faltado la figura del deus ex machina que ha colocado a todos en su sitio, como moderno y populista Zeus.
Y lo que ha representado ha sido penoso: el papel del dirigente que prefiere el mercantilismo del negocio a la probabilidad del tesoro escondido. Antes creyó que vio. Creyó que lo que había debajo de unos hippies comerciantes no valía nada o casi nada. Sin ver. Sin comprobar. Y autorizó la pala. Y el pueblo se rebeló. Bueno, el pueblo no; el coro. Una serie de personas que aprovecharon la circunstancia para demostrar la vacuidad de una tendenciosa política de conservación del pasado histórico.
Y el puñetero destino quiso que, tras esa lucida intervención, viajara hacia la capital de la modernidad, para inyectarse nuevas dosis de hepatoplasma que aplicar al perullo pueblo suyo tan necesitado de cultura. Cuando en la cafetería del Plaza bebía unos martinis, al tiempo que miraba el impresionante atardecer otoñal de Central Park, pensaba: «¡Pobre locos! ¡Para asaltar torreones, cuatro esquizofrénicos son pocos! ¡Hacen falta más quiñones!». El pobre no sabía que al mismo tiempo, quizás antes, una peripecia iba a truncar su desplante.
Finalmente, los hechos le dieron la razón. Elevado a los altares por un público dado a los aspavientos de la telenovela, sus colegas no han dudado en mostrar un disgusto académico tan razonable como frío. El alma mater se dividió entre si los que tenían que pronunciarse eran galgos o eran podencos. Pero ahí queda él, con su látigo dialéctico, como ejemplo de una demagogia permitida por la pésima política cultural que sufre esta región.
(*) Catedrático de la Universidad de Murcia