miércoles, 3 de febrero de 2010

Es peligroso asomarse al exterior / José María Carrascal

Ni los mayores críticos de Zapatero podían imaginar tal caída a plomo. Que Obama no venga a Madrid, tras haberse anunciado como «conjunción planetaria» su visita, es algo peor que un plantón. Es hacer el ridículo. Y nada hay más letal para un gobernante que hacer el ridículo.

Pero Zapatero no ha hecho otra cosa desde que empezó a salir al extranjero. La fatua, pomposa, inflada celebración de su acceso a la presidencia rotativa europea, su malaconsejado pulso con el presidente efectivo, su comparecencia en Davos, tratando de dar lecciones a gentes que conocen la situación real de la economía española mejor que él, han sido demoledoras para su prestigio.

Por si todo ello fuera poco, Zapatero pierde mucho en la traducción. Esas frases rimbombantes que prodiga, esos adverbios terminados en «mente» que desgrana, esas hipérbolas que le chiflan, se quedan en nada tras pasar por la criba de los intérpretes, gentes que van al grano, dejando en evidencia la vacuidad de un discurso en el que sólo hay paja. Con un hombre que sigue diciendo que somos la octava potencia económica del mundo, con un 19 por ciento de paro y un 11,4 de déficit, ni siquiera vale la pena discutir. Se pasa de él, y a otra cosa.

Que es lo que ha hecho Obama. Ante el imperativo de recortar su agenda internacional dada la urgencia de apuntalar la doméstica, ha prescindido de lo superfluo, y la visita a Madrid ha sido lo primero que ha caído. Si Zapatero quiere hablar con él, puede hacerlo entre oración y oración en el desayuno de mañana. Al que, por cierto, acude rodeado de lo más granado de las fuerzas vivas españolas. ¿Teme que le secuestre el archiconservadurismo norteamericano o busca que recen con él para que no se lo reprochen? Porque este hombre puede no tener idea de economía y de política, pero de ligarse a los incautos sabe un rato.

La presidencia europea, que Zapatero pensaba iba a permitirle puentear el jorobado primer semestre de 2010, hasta que la recuperación de las grandes economías tirase de la nuestra, se ha convertido en su vía crucis, con escenario de Calvario al fondo. Por lo menos el primer mes no ha podido resultarle peor. Si los indicadores económicos han sido desastrosos, los resultados políticos no le han ido a la zaga. No se ha apuntado un solo tanto en ninguno de los dos terrenos, sus propuestas se desinflan como un suflé a las pocas horas de lanzarlas -ahí tienen la última, retrasar la jubilación- y, para colmo, le falla Obama, su ídolo, su maestro, su otro yo. ¿Tendrá también la culpa el PP?

Aunque, bien mirado, era previsible. No es que esté gafado. Sencillamente, tantos errores, mentiras, faroles, llevaban, irremisiblemente, a estrellarse. Triste que hayan tenido que ser los extranjeros quienes nos lo advirtieran. Más triste, que la factura la paguemos nosotros.
www.abc.es

La condena social de los políticos / Josep M. Vallés

Son mediocres, incompetentes, cínicos, mentirosos, aprovechados, manipuladores, corruptos. Cuando no son sus causantes, los políticos se muestran incapaces de resolver la crisis económica, la inseguridad ciudadana, la decadencia crónica de la agricultura, la extensión del paro, las listas de espera de la sanidad, la baja calidad de la educación, la degradación medioambiental.

Basta un muestreo de artículos de prensa, tertulias, cartas al director o mensajes en los medios digitales para constatar un veredicto mayoritario y condenatorio sobre toda una "clase" o "casta" política. Aparece como una rémora perjudicial para el bienestar de sus conciudadanos. En algunos países, el "que se vayan todos" ha sido el grito resumido de este estado de ánimo.

Esta condena a los políticos arrastra fácilmente a una condena general de la política. Si la política es "lo que hacen los políticos", es inevitable concebirla como el reino del engaño, la corrupción y la pugna egoísta por las ganancias particulares de quienes están en ella. Muy lejos, por tanto, de concebirla como el espacio donde se trabaja por el bien común. Hay que preguntarse por las razones de una opinión tan extendida. ¿Es una reacción fundada? ¿Cuáles son sus motivos? Con ayuda de bibliografía antigua y reciente, resumo algunas explicaciones.

La profesionalización de los políticos. La ciudadanía se aleja cada vez más de una dinámica institucional muy profesionalizada que monopolizan -cada uno a su modo- políticos de dedicación exclusiva y periodistas que les siguen como su sombra. Constituyen un círculo cuasi autónomo, en el que comparten reglas no escritas, escenarios públicos, latiguillos retóricos y otras complicidades. "Los políticos nos ganamos la vida gracias a los periodistas. Y los periodistas políticos os la ganáis gracias a nosotros": es la frase contundente oída hace años a un profesional de la política.

Convertir la política en un modus vivendi vitalicio entreabre una puerta al corporativismo, la rutina o la corrupción de mayor o menor cuantía. Pero cuesta atribuir el desencanto masivo sobre la política a una reacción irritada cuando se dan prácticas condenables. Unos centenares de corruptos o aprovechados no bastan para explicar la tacha que se lanza sin matices y sin datos sobre 150.000 cargos electos y 2.500.000 de empleados públicos.

La dimisión de los ciudadanos. Los ciudadanos de los países más desarrollados tienden a dimitir de sus responsabilidades colectivas. Están sometidos a la presión publicitaria que promueve un estilo de vida donde el bienestar personal pasa por delante de cualquier otro objetivo. La disposición a la cooperación para fines comunes disminuye. Si apenas se admiten los sacrificios y privaciones que exige la búsqueda de la prosperidad

individual, mucho menos aceptables aparecen las renuncias y las privaciones que reclama la entrega desinteresada al bien público. Ocuparse de los asuntos comunes o comprometerse en su gestión representa una merma del tiempo y de la energía que requieren las obligaciones familiares, las tareas profesionales o las aficiones recreativas.

Hay quien lo formula en tono más filosófico: una pérdida creciente de la virtud cívica -y no sólo o no tanto la corrupción de sus profesionales- provoca esta indiferencia o desafección por la política.

El desprestigio de lo público. Si el valor de la cosa pública cotiza a la baja, se debe a décadas de hegemonía ideológica de cierta visión sobre las relaciones sociales. Se sintetizó en modelos económicos que concebían al individuo como egoísta ilustrado, como maximizador racional de su beneficio en un mercado perfecto. Los modelos se trasladaron al análisis de la política. En versión vulgar, se cifró en frases rotundas: "la sociedad no existe", "la política no es la solución: es el problema".

La doctrina tuvo éxito. Hasta la crisis de 2008, al menos. Durante más de 30 años orientó a entusiastas políticos de derecha y a adaptables políticos de izquierda.

La política y lo público se convirtieron en sinónimos de ineficiencia, despilfarro o corrupción. El mercado y lo privado aparecieron como la receta salvadora: privatización de sectores estratégicos, externalización de servicios públicos, aparición de agencias ejecutivas "despolitizadas", desregulación de actividades de impacto social. De este modo, los propios políticos alimentaron la desconfianza hacia su misma tarea. Dieron a entender que su papel y el papel de los empleados públicos eran cada vez más prescindibles, cuando no perjudiciales. Persuadieron a buena parte de la ciudadanía de que la política que ellos encarnaban era superflua o nociva para el progreso social. Y la ciudadanía les correspondió lógicamente con un desprestigio sin matices de la política y de lo político.

La globalización. Una determinada idea de la globalización se convierte en la coartada resignada para reducir el espacio político hasta hacerlo insignificante. En este contexto, las opciones políticas mayoritarias ofrecen poco margen para la oferta de alternativas distintas. Porque los límites del juego vienen marcados "desde fuera". La disputa política no se plantea, pues, sobre programas sustantivos que apenas se distinguen entre sí. Si no hay diferencias y "todos son iguales" -no sólo los políticos, sino también sus programas-, ¿cómo podrá estimularse algún interés por lo político? El único estímulo será el fabricado por el marketing, encargado de suministrar envoltorios diferentes para disimular propuestas similares.

El énfasis sobre la calidad del "liderazgo" enmascara la irrelevancia del rumbo que un presunto líder debería fijar. Porque -bajo la apariencia de liderazgo político- sólo hay un "piloto automático" teledirigido por la globalización.

Este fatalismo resignado es una negación de la política como capacidad para decidir entre alternativas de futuro colectivo. Con todo, los datos no siempre abonan la irrelevancia de la política para afrontar grandes problemas. Con decisiones no siempre coincidentes y por tanto discutibles, la política ha tenido que remediar los efectos más catastróficos del pretendido "piloto automático" que llevaba al mundo occidental al borde del abismo económico y social.

En conclusión: es preocupante que los políticos aparezcan entre los grandes problemas percibidos por la opinión. Pero no basta descargar cómodamente sobre ellos -ni siquiera sobre sus malas prácticas- la culpa de una devaluación persistente de lo público y de lo político. Sin suscribir del todo las explicaciones disponibles (Sennett, Hay, Rosanvallon), conviene tenerlas en cuenta si se quiere reivindicar la importancia social de la política y empeñarse -entre todos- en devolverle la necesaria credibilidad.

Porque el rechazo total a la política y a los políticos somete la sociedad a la ruda ley del más fuerte.

Josep M. Vallès es catedrático de Ciencia Política en la UAB./ www.elpais.com