En la nunca suficientemente bien ponderada serie danesa Borgen,
tan incorrecta para el actual momento político en España y en Murcia,
nunca se menciona a los jueces ni a ningún poder judicial. Quien ha
visto sus tres temporadas sabe que, junto al desarrollo transversal del
argumento, cada capítulo se refiere a un asunto de los propios de debate
en nuestras sociedades.
A pesar de las distintas mentalidades y modos
de desempeñar la política es fácil reconocer que los problemas son
idénticos allí como aquí. Nos vemos identificados en esos debates, que
tocan un amplísimo muestrario de los asuntos públicos.
Charlando apasionadamente sobre esta serie, un amigo me hizo caer en
el detalle: no salen jueces ni curas y ni se les menciona. Ni la
Justicia ni las iglesias tienen, según el exhaustivo repaso de Borgen,
protagonismo alguno en la vida política del Norte de Europa.
Comparémoslo con España, donde hay días en que las portadas al completo y
la primera docena de páginas de los periódicos vienen dando cuenta de
las interminables actuaciones judiciales contra la corrupción política y
de los manejos del Gobierno y los partidos por situar a jueces de
confianza en los estamentos decisivos del tercer poder.
¿Quiere esto decir que en otros países no hay tanta corrupción? Lo
evidente es que hay, como revela la serie, una gestión más expeditiva de
las responsabilidades políticas, una moral pública más madura y unos
mecanismos de control más efectivos. De este modo, los jueces y los
recursos de la Justicia pueden emplearse en su objeto principal: la
delincuencia común. Pero aquí lo común es la delincuencia política.
(*) Columnista de La Opinión
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