sábado, 12 de noviembre de 2016

Las horcas de la ira / Manuel Castells *

La elección de Donald Trump convulsiona al mundo. No sólo por los imprevisibles cambios en la nación más poderosa, sino porque marca un hito en la rebelión global contra una globalización incontrolada y las élites políticas y financieras que la propugnan. En la cultura anglosajona se habla de pitchforks para referirse a las rebeliones campesinas que blandieron sus horcas para enfrentarse a los señores que explotaban a los granjeros.

Y, en parte, de eso se trata ahora. De un basta ya contra la marginación económica, cultural y política que sufren amplios sectores de la población, ignorados y despreciados por las élites cosmopolitas que los consideran deleznables, aferrados a valores tradicionales, sexistas y racistas. Y dependientes de industrias obsoletas desplazadas por la relocalización de actividades y la modernización tecnológica. En la movilización por Donald Trump late la misma ira que anida en el Brexit, en Marine Le Pen y en los movimientos xenófobos y ultranacionalistas que se expanden en Finlandia, Noruega, Dinamarca, Hungría, Polonia, Holanda, Austria y Alemania. En Estados Unidos la revuelta popular es contra el sistema político en su conjunto. Los republicanos no la han canalizado, aunque ahora lo intentarán. De hecho, Trump ha tomado el partido por asalto y fue eliminando al establishment republicano, si bien actualmente intenta pactar con una parte.
El análisis de quién votó a Trump deja las cosas claras. Aunque Hillary Clinton parece haber ganado el voto popular, el voto por estado, el que vale, está definido en términos de clase, sexo, raza, edad y geografía. Votaron a Trump el 70% de los hombres blancos y el 60% de las mujeres blancas sin educación universitaria. Es decir, la clase obrera blanca tradicional que se sitúa en viejas zonas industriales como Ohio y como Pensilvania, Michigan, Wisconsin, feudos demócratas que cambiaron de campo. Ahí se concentran las zonas de desesperanza, con los peores índices de salud y la mayor incidencia de la epidemia de drogas opiáceas que corroe al país. En cambio, en Manhattan, sede de la economía financiera, el 82% votaron por Hillary, así como dos tercios de los votantes de ­Silicon Valley y otras zonas de alta tecnología, los triunfadores de la economía global.

Pero la división racial de Estados Unidos es el factor decisivo: es el miedo blanco a convertirse en minoría. El 58% de los blancos votaron por Trump. No es cierto que las minorías fallaran. Los latinos votaron por Hillary Clinton en un 65%, los negros en un 88% y los asiáticos en un 65%. Pero aunque Estados Unidos es cada vez más diverso étnicamente, casi el 60% de la población es blanca, mientras que los latinos son el 11% de los votantes. De 250 condados con mayoría blanca, 249 votaron por Trump. La movilización latina hizo ganar a Hillary en Nevada, Nuevo México y Colorado, y redujo la ventaja republicana en Texas y Arizona. Pero cuanto más avanzan los latinos, más reacción xenófoba se produce contra la inmigración mexicana.

Así empezó Trump y así ha conseguido un bloque de voto blanco y xenófobo que le es fiel. De ahí que los hombres blancos de educación superior, que no son económicamente marginados, también votaran mayoritariamente por Donald Trump. A esta reacción se añade el miedo de los hombres a perder el poder en su casa. Racismo y sexismo se conjugan. Tras un presidente negro, una presidenta era demasiado. Por eso el macho alfa, el obrero blanco, es el apoyo básico de Trump, al verse amenazado al mismo tiempo por la globalización, por la inmigración y por valores feministas y de tolerancia sexual.

Las mujeres votaron más a Hillary que a Trump (54%/42%) a diferencia de los hombres (41%/53%), pero no así las mujeres blancas, porque las mujeres blancas de menor educación votaron mayoritariamente por Trump.

Los viejos votaron por Trump, los jóvenes por Hillary. Pero en las zonas industriales los jóvenes también se unieron al voto de protesta, mientras que los viejos decidieron el voto por Trump en estados clave como Florida. Es decir, el voto blanco y el voto de clase fueron determinantes y el voto mayoritario de las mujeres por Hillary Clinton no pudo superar las barreras de clase y raza.

Las zonas rurales del Medio Oeste y del Sur votaron masivamente por Trump. Hay un fuerte contraste entre las grandes ciudades, diversas y cosmopolitas y los territorios de la nueva economía, como California, Washington o Nueva Inglaterra, y la vieja América industrial y rural. Se trata de un sobresalto de la América que fue para defenderse de la América que viene.

Hillary agravó la situación. A pesar de su valía intelectual y experiencia, fue una mala candi­data, como lo fue en las primarias del 2008 y del 2016, con el 60% de ciudadanos desconfiando de ella. Su actitud de inevitable ganadora alienó todavía más a los votantes, que vieron en ella la en­carnación de las élites, de Wall Street a Washington.

Hay coincidencia en que Sanders hubiera sido un mejor candidato capaz de suscitar entusiasmo y movilizar a los jóvenes como hizo Obama en el 2008. Pero fue bloqueado con malas artes por el aparato demócrata, capturado desde hace tres décadas por la dinastía Clinton, financiada por su fundación, alimentada por corporaciones multinacionales (como Walmart) y, dícese, diversos gobiernos. Urge una liberación del Partido Demócrata de sus ataduras con los Clinton. Y aunque los Obama y Sanders jugaron lealmente, no fueron capaces de levantar las sospechas que se cernían sobre la candidata.

Y así fue como un oligarca como Trump se convirtió en apóstol de la clase obrera blanca y como un declarado misógino, sexista, racista y xenófobo llegó a la presidencia de Estados Unidos. La futura traición a sus promesas demagógicas hará que sea más dura su caída.


(*) Profesor de Sociología y de Urbanismo en la Universidad de California en Berkeley


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