Prefiero esta expresión antes que la
manida referencia al lampedusismo de esta propuesta de reforma. Sí, la
expresión que revitalizó Torcuato Fernández Miranda al inicio de la
Transición. Porque esta iniciativa de poner en marcha una reforma de la
Constitución vigente es como una máquina del tiempo. Nos lleva hacia
atrás. Y a cometer los mismos errores que en la Transición.
En
efecto, el primero de todos fue aceptar que unas Cortes elegidas como
ordinarias, se autodesignaran constituyentes, sin un mandato popular
expreso en ese sentido. La Constitución fue obra de un cuerpo
legislativo no constituyente sino constituido y de acuerdo,
parcialmente, con una legislación que él mismo derogaría. El poder
constituyente de aquellas Cortes era el franquismo y así puede verse en
la edición príncipe de la Constitución, que luce el escudo franquista.
La situación es muy parecida. Unas cortes elegidas el pasado 26 de junio
en unas elecciones generales ordinarias se autodeclaran constituyentes
por cuanto encaran la reforma de una Constitución que, según ella misma
admite y regula, puede ser total sin que ninguno de los partidos
llevara este propósito en su programa. Es decir, como las Cortes de la
transición, abordan una acción para la que están legitimadas, desde
luego, pero para la que no tienen un mandato expreso del pueblo. Ese en
el que, según se dice, reside la soberanía.
El
debate puede iniciarse, máxime si, como según parece, ya han acordado
sus límites los dos partidos dinásticos. No servirá para gran cosa,
salvo para tener entretenidos a los medios y los auditorios con
cuestiones bizantinas y soslayar los problemas reales e inmediatos, el
primero de los cuales es la llamada cuestión catalana. Desde el momento
en que el referéndum y la autodeterminación quedarán excluidos, los
independentistas perderán interés en la quisicosa y proseguirán con su
hoja de ruta, cuya realización hará saltar por los aires la reforma por
irrelevante. También fuera, según parece, queda la conservación de la
Monarquía frente a la reivindicación republicana. Otra exclusión que
también afecta a Cataluña porque el independentismo es republicano. Y de
tocar el estado de privilegio de la Iglesia católica, de Estado dentro
del Estado, ni se mencionará.
La
reforma de la Constitución es hoy necesidad sentida por todos los
partidos, incluido el PP, cuya respuesta a la iniciativa reformista fue
siempre negativa, a pesar de tratarse de un texto que un buen puñado de
sus fundadores rechazó en la votación originaria. Se quiere una reforma
cosmética, que no afecte a los cimientos de la Constitución, que se
limite a tocar aspectos parciales como el Senado, el régimen autonómico,
quizá el sistema electoral, el título relativo a derechos y algunas
cosas más.
Sin
embargo, la actual crisis institucional parece exigir una reforma de
mayor calado porque lo que está en cuestión, precisamente, son los
fundamentos de la Constitución. Sería mucho más práctico y honrado con
los ciudadanos disolver estas Cortes y convocar elecciones
constituyentes, a las cuales los partidos presentaran sus programas
específicos de reforma constitucional. De modo que ningún partido ni
propuesta se vea sometida a la trampa saducea de rechazar una reforma
por la que sin embargo aboga.
Esa
convocatoria cogería al PSOE en el marasmo. Pero podría recomponerse
rápidamente si la izquierda fuera capaz de ponerse de acuerdo en un
programa electoral que incluyera la plurinacionalidad del Estado y la
forma de ponerla en práctica, empezando por la realización de un
referéndum contra la cual no hay razones válidas. Si, además, vamos al
referéndum sobre República/Monarquía y la situación de la Iglesia, miel
sobre hojuelas.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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