sábado, 31 de diciembre de 2016

Vae victis / Ramón Cotarelo *

Paloma Aguilar y Leigh A. Payne (2016) Revealing New Truths Abour Spain's Violent Past. Perpetrator's Confessions and Victim Exhumations. Oxford: Palgrave Macmillan. 110 págs.
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Las profesoras Paloma Aguilar y Leigh A. Payne son dos reconocidas especialistas en materia de transiciones y, sobre todo, de justicia transicional o, como es el caso de España, falta de justicia transicional y post-transicional. Tienen ya una copiosa obra que las avala en la que se mezclan la minuciosidad de la historia con la versatilidad de la Ciencia Política.

Ambas publican ahora en inglés este pequeño pero denso libro ("Nuevas verdades sobre el pasado violento de España. Confesiones de los perpetradores y exhumaciones de las víctimas") sobre la sempiterna cuestión de la peculiaridad de la transición española que ha pasado de ser considerada en sus orígenes como "modélica" a serlo como una especie de pacto vergonzante, cuando no de traición y, en último término, un fracaso. Las autoras tienen una visión muy crítica de la transición, pero debido a su condición de rigurosas académicas y personas de sensibilidad, lejos de hacer una interpretación ideológica y sesgada, como es frecuente en los sectores izquierdistas (generalmente inconsistentes), entienden las circunstancias coadyuvantes a esta insatisfactoria evolución colectiva y tratan de comprender la complejidad de los factores que en ellas jugaron.

La transición se basó en un "pacto del olvido". En España no se habló de la violencia, no se revisó el pasado, no se atendieron las demandas de justicia, como en otras partes. El "Pacto del olvido" está en las memorias de muchos dirigentes de la transición. Estos creían que construir la democracia no era compatible con una revisión del pasado. Toda la justicia transicional que se ha hecho son algunas medidas de reparación económica hasta 2007 y algunas declaraciones simbólicas después. 

Frente a la propaganda agobiante durante la dictadura y el peso de la reivindicación de la "reconciliación nacional" en la transición, el relato dominante ha sido que dicha reconciliación se consiguió ya siempre que no se reabran heridas y que las cuentas están echadas pues ambos bandos en la guerra civil cometieron barbaridades. Las autoras refutan esta exoneración con dos muy sólidos y conocidos argumentos: las "barbaridades" de ambos bandos en la guerra civil no son comparables ni de lejos y, además, la cuenta pendiente es la de las barbaridades que continuó haciendo la dictadura en sus cuarenta años. 

La pregunta obvia es: y ¿cómo es posible que, a la muerte del dictador no hubiera una transición democrática limpia, con comisión de la verdad, justicia para las víctimas, exposición de los victimarios, etc? Las autoras que, muy realistamente, postulan una "coexistencia contenciosa" como la forma quizá más afortunada de ajustar cuentas democráticas con un pasado colectivo de crímenes, injusticias y terror, concluyen que tal cosa no se ha dado hasta la fecha cuando, por diversos lados, especialmente la intervención extranjera (la argentina) e internacional (la ONU), está empezando a forzarse una respuesta adecuada. 

Pero la pregunta sigue en pie: ¿por qué no se hizo y sigue sin hacerse? Aguilar y Payne aducen algunas también conocidas razones: el desequilibrio de las fuerzas políticas que pactaron la transición; el miedo; el subsiguiente silencio;  la intervención exterior; el conformismo de una población que a partir del decenio de 1960 accedía a cierto bienestar que no quería perder; la complicidad de los criminales; el "pacto de sangre" entre ellos; la política de reconciliación nacional, suscrita por la izquierda. Son los más notorios. 

Añado uno, poco explorado hasta la fecha por su difícil captación y su carácter algo escurridizo que no permite identificarlo bien. En el llamado "franquismo tardío" y primeros tiempos de la transición, se hicieron encuestas preguntando por la cultura política de los españoles. Sorprendentemente casi todas concluían con una alta valoración popular de la democracia. Un pueblo que llevaba cuarenta años de tiranía, sin libertades de ningún tipo y sin elecciones libres decía tener convicciones demócratas. Como  el resultado casaba con los intereses de los encuestadores y otros "modernizadores" se daba por bueno y se atribuía tan misteriosa mutación a causas verosímiles, aunque triviales: el turismo, le cine, la televisión, etc.

En lugar de pararse a pensar en que esa conclusión era mentira, que los españoles decían ser demócratas porque, al estar Franco a las puertas de la muerte, pensaban que la democracia era tan inevitable como el calor en verano y el frío en el invierno. Pero mentían. Su cultura política era autoritaria, franquista. Y sigue siéndolo. Todos los españoles, incluidos los dirigentes de la izquierda conceden un plus de legitimidad a los vencedores de la guerra y sus herederos de la derecha hoy que actúan como tales, como se comprueba por los últimos acontecimientos: entrega del gobierno al derecha sin necesidad y perfecta coincidencia del programa de esa derecha neofranquista con la Corona.

Ese dato explica por qué España pudo considerarse a sí misma como una democracia sin ajustar cuentas con la dictadura y los criminales que la hicieron posible y todavía gozan del producto de sus delitos; sin hacer justicia a las víctimas; al contrario, honrando a los victimarios hasta hoy con Fundaciones, valles de los Caídos, misas en honor al genocida, calles y honores. Esa es la respuesta a la pregunta que las autoras se hacen sobre si sería posible algo así con Hitler en Alemania, con Mussolini en Italia. El nazismo y el fascismo fueron derrotados; el nacionalcatolicismo, no. Alemania e Italia se convirtieron en democracias; España, no. A la vista está.

El libro de Aguilar y Payne da audiencia a los relatos enfrentados de aquella longa noita da pedra del poeta Celso Emilio Ferreiro. Hubo, sin duda, relatos de los perpetradores que hubieran debido tener más eco, pero no lo tuvieron por las razones apuntadas y por otras que las autoras sintetizan con elegancia, asegurando que todos los relatos de la violencia requieren cinco factores: guión, actor, momento, escenificación y audiencia. En el fracaso de las escasas confesiones de perpetradores, el asunto no tuvo que ver con los dos primeros, sino con los tres últimos.

Algunas confesiones (llamadas aquí "históricas heroicas") todas publicadas y famosas, sirven para situarnos a la perfección en el espíritu que animaba a los asesinos rebeldes y que llevaron luego a cabo sistemáticamente, a conciencia, ascendiendo así de la condición de asesinos a la de genocidas. Las más famosas, las barbaridades que dijeron (y cometieron) Franco, Mola, Queipo, Yagüe y demás criminales.

Otra de las confesiones que las autoras tratan en extenso son las del aristócrata catalán José Luis de Vilallonga quien, enviado por su padre a "hacerse un hombre" a Bilbao, pasó quince días en un pelotón de fusilamiento, asesinando vascos. Añadiré que, en alguna parte de sus memorias, este Vilallonga cuenta cómo su padre, poseedor de una colección de más de 300 pares de zapatos que los rojos le habían robado en un asalto a su palacio, hacía fusilar a cuantos brigadistas internacionales se le ponían al alcance porque, decía que eran los únicos capaces de entender la grandeza de morir por un par de zapatos. Esta era la gente.

Se añaden algunas confesiones de algún cura muy posteriores y las de miembros anónimos de los pelotones de fusilamiento o los verdugos del garrote vil para demostrar que, en efecto, de ese lado del conflicto es poco lo que cabe esperar. Si acaso lo que las autoras llaman "negaciones ridículas", esto es, el caso de los perpetradores que niegan su participación, aunque haya pruebas fehacientes de lo contrario.

Dedican con toda razón un espacio a un caso que es una verdadera vergüenza para el país, la Universidad, la Academia y la disciplina de la historia, el inenarrable Diccionario Biográfico Español, redactado por la Real Academia de la Historia, con fondos públicos (p.71), hace tres o cuatro años y cuya voz Francisco Franco ha sido elaborada por Luis Suárez, medievalista, franquista incondicional, mando de la Hermandad de la Santa Cruz del Valle de los Caídos y miembro de la Fundación Francisco Franco. Algo así como si el equivalente alemán hubiera encargado la voz Adolf Hitler a Carl Schmitt. Y la Academia de la Historia sigue sin repudiar este atentado a la honradez y la decencia intelectual que niega que Franco Bahamonde fuera un dictador. 

Lo que ha impedido un relato contencioso y la democracia por tanto, es el "pacto de sangre" que se encuentra debajo del "pacto del olvido" (p. 78) No ha habido en España "justicia post-transicional. Algunos relatos del lado de los vencidos han venido a perturbar la narración aceptada y oficial que, en realidad sigue humillando a las víctimas como hace cuarenta años. Las autoras mencionan un par de magníficas novelas, convertidas en películas, como El lápiz del carpintero, de Manuel Rivas o Soldados de Salamina, de Javier Cercas.  Yo añadiría Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez, cuya capacidad para retratar el ambiente de la sórdida, miserable, cruel e inhumana posguerra española es superior a la de los otros dos porque la vivió.

Al silencio y perpetuación de la injusticia contribuye la actitud cómplice de los tribunales, como se ve en Callar al mensajero, de Francisco Espinosa. Y no solo los tribunales: todas las instituciones del Estado, la Corona, la Iglesia católica, la enseñanza, las universidades y una buena mitad de la población española son franquistas. Poca coexistencia contenciosa saldrá de ahí como no venga de fuera. Y de fuera está viniendo, como señalan Aguilar y Payne, de la Argentina y de la ONU.

En España no podrá haber democracia en serio mientras el país no sea capaz de mirar su pasado, entenderlo, hacer justicia a las víctimas y señalar a los victimarios. Mientras no sea capaz de afrontar la verdad.

A ello coadyuvará mucho este libro. Urge su versión castellana.

(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED

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