El reciente temporal de origen siberiano-mediterráneo, que ha
golpeado de forma muy dura las áreas levantinas peninsulares, y desde
luego su litoral, nos obliga a reflexionar, y recapitular, sobre los
daños que la acción humana añade a la de ese tipo de fenómenos de
sucesión cíclica en vidas, haciendas y, como es el caso, espacios de
dominio público.
La lectura que se ha difundido desde los medios,
fijando las causas del desastre en el palpable cambio climático, con sus
efectos erosivos por el progresivo aumento del nivel de las aguas
marinas, no es sino parcialmente correcta; porque aun siendo verdad que
el litoral mediterráneo se incluye entre las áreas más frágiles ante
esos cambios, el problema general erosivo viene de lejos y tiene un
origen humano directo, próximo, mensurable.
Se trata de un caso gráfico y
actual de intervención humana imprudente que eleva a la categoría de
desastre un fenómeno natural previsible cuya repetición periódica ha ido
modelando la costa y determinando las ocupaciones humanas, que en el
caso del litoral levantino se han ubicado históricamente, en la mayoría
de los casos, a respetuosa distancia de la costa.
Hay
que recordar que, de forma semejante a como sucede en el dominio
público hidráulico, el dominio público litoral sufre desde hace décadas
una serie inagotable de abusos y ocupaciones por particulares (viviendas
y negocios), así como de actuaciones públicas, generalmente portuarias,
que alteran gravemente la integridad física de la franja costera,
exponiéndola, por debilitación, tanto a la dinámica costera existente
como a los temporales marinos que una y otra vez se producen por la
incidencia de las borrascas que, en el caso que comentamos, surgen por
levante.
El área costera más sensible es, desde luego, el llamado Óvalo
valenciano, esa costa cóncava que llama la atención por su uniformidad y
que se extiende desde el delta del Ebro (provincia de Tarragona) hasta
las últimas estribaciones peninsulares de las cordilleras béticas, en
los cabos de Sant Antoni y La Nao (provincia de Alicante), incluyendo
íntegramente las provincias de Castellón y Valencia. Son unos 270
kilómetros de costa baja, secularmente orlada de lagunas salobres
(marjales) separadas del mar abierto por dunas o formaciones de
guijarros y cantos; son escasos los accidentes naturales intermedios que
produzcan abrigo a las corrientes y los temporales: cabos de Oropesa y
Cullera, y poco más.
Se trata, pues, de una costa cuya morfología
–lineal, baja– la ha hecho poco apta para puertos, y los que se han ido
construyendo han tenido que enfrentarse a la dinámica de corrientes
costeras, cuya dirección predominante es norte-sur. Una dirección que
tiene mucho que ver con la presencia del gran río Ebro, cuyas
aportaciones materiales han ido formando esa maravilla fisiográfica del
delta y han alimentado en buena parte las playas a su mediodía.
Tres
son las causas que, íntimamente interconectadas, multiplican los
efectos erosivos en este litoral, debilitándolo frente a los temporales.
La primera es la regulación del Ebro mismo y de sus principales
afluentes, con la construcción de numerosos y grandes embalses (el
principal, el de Mequinenza, se construyó en 1966 y retiene 1.530
hectómetros cúbicos del caudal del río, siendo uno de los mayores de
España) que ha llevado a reducir la aportación de sedimentos desde unos
20 millones de toneladas en 1940 a unas 200.000 toneladas actualmente,
es decir, a una centésima parte. Esto, por supuesto, viene induciendo
regresión y alteración de la línea de costa en el delta –donde hay
sectores que desde hace tiempo han debido “sujetarse” con escollera
frente el oleaje– así como en el litoral al sur.
La segunda causa
ha sido la construcción de numerosos espigones en los puertos de ese
Óvalo, que suman una docena situados entre el de Vinaroz y el de Denia,
con el inmenso y periódicamente ampliado de Valencia. Esto ha retenido
los sedimentos a barlovento (o barlocorriente) y erosionado en
consecuencia las áreas litorales a sotavento (o sotacorriente),
alterando drásticamente las corrientes litorales y sus efectos.
La
erosión de esta costa ha sido tan espectacular y llamativa,
concretamente la extendida entre los puertos de Castellón y Sagunto, que
algunos estudios han evaluado entre 100 y 250 metros la profundidad de
costa desaparecida por esta causa. Quiero recordar aquí el magnífico
trabajo-tesis doctoral del geógrafo Josep Eliseu Pardo Pascual, La erosión antrópica en el litoral valenciano,
publicado en 1991 por la Generalitat valenciana, que describía esta
transformación costera pavorosa durante las décadas de 1970 y 80, siendo
por mucho tiempo la fuente principal de conocimiento para estudiosos de
este fenómeno y este litoral.
Hay que decir que la mayor parte de
las obras de ampliación de los puertos de esta costa han tenido lugar
en las décadas de 1980 y 90, agravando la situación día a día. No ha de
extrañar que los daños físicos que se han registrado a causa del
temporal reciente correspondan a las área castellonenses al sur de los
puertos de Castellón de la Plana y de Burriana (tan cercano éste al de
la capital que siempre ha cabido la duda de su necesidad), al sector de
la Albufera, inmediatamente al sur del gran puerto de Valencia (ampliado
una y otra vez) y al tramo final de este Óvalo, al sureste del osado
puerto de Denia. Además, los puertos deportivos han proliferado en la
mayoría de las marinas de esta costa, antiguos barrios
marineros que han ido transformándose en enclaves urbano-turísticos,
algunos de gran agresividad estética (como el de La Pobla de Farnals, de
especial mal gusto); puertos cuyo efecto litoral suele ser nefasto.
Pero
no sólo intervienen las grandes urbanizaciones turísticas en la
fragilización de esta costa frente a los temporales, deformándola desde
el inicio del boom turístico, tanto en su paisaje como, sobre todo, en
su línea costera, sino –y aquí señalamos la tercera causa arriba
anunciada– también las innumerables hileras de construcciones de ocio,
generalmente unifamiliares, en todo este Óvalo, en su mayor parte en
abierto desafío tanto de la ley como de la justa y cadenciosa furia del
mar.
Cuando la Ley de Costas de 1988 quiso poner orden en este desmadre
por la vía de derruir las construcciones ilegales, surgieron de la ira
de los afectados algunas asociaciones para su defensa que se
distinguieron por su agresividad y por el torticero uso de unos
“derechos adquiridos” que, en realidad, lo eran sólo por la pasividad
durante decenios de la Administración estatal de Costas. Aquí causa
risión ese concepto de base natural que todas las leyes de costas
traducen en precepto jurídico de que el dominio público marítimo
terrestre llega “hasta donde se hacen sentir los mayores temporales”,
porque esto constituye utopía en gran parte del Óvalo valenciano.
De
modo que las imágenes de viviendas de una planta cuyo porche ha
sucumbido al embate del oleaje corresponden generalmente a una
ilegalidad original manifiesta (el retoque liberaloide de Arias Cañete
a la Ley de Costas de 1988 amplió la vida legal de estas obras) y a una
imprudencia más evidente todavía, ya que la mayoría de ellas se han
construido siendo ya visibles los terribles efectos erosivos debidos a
las dos causas arriba descritas. Todas ellas confirman que los conocidos
habitualmente como desastres naturales cada día lo son menos, ya que en
su origen es la intervención humana la que acaba dándole la dureza de
un desastre (no la propia naturaleza).
(*) Ingeniero, sociólogo y periodista
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