Hubo un tiempo en el que Eloy Velasco,
convertido hoy en el azote judicial del Partido Popular desde su puesto
de magistrado titular de la Audiencia Nacional, proclamaba que él sólo
rendiría cuentas ante Eduardo Zaplana, la persona que
le convenció para asomarse al balcón de la política, aunque finalmente
no fuera como conseller, sino como director general de Justicia de la
Generalitat, un puesto de rango menor en el primer gobierno que Zaplana
diseñó en 1995 pero en el que Velasco dejó pruebas de su fuerte
personalidad, además de un esfuerzo en modernización del que él mismo
presume: «Cuando llegué usaban máquinas de escribir, cuando me marché,
los 300 juzgados usaban ordenadores», declara hoy en El Mundo.
Según
relataba privadamente el propio Velasco fue él quien declinó el puesto
de conseller que le habría ofrecido Zaplana para no tener que pasar
varios años en la nevera de la magistratura si la aventura le salía
rana. En aquel momento la ley obligaba a los jueces y fiscales que se
dedicaban a la política a pasar un tiempo en barbecho y fuera de su
plaza. Aquel peaje se introdujo tras el caso Garzón, precisamente el espejo ante el que algunos pretenden poner ahora a Velasco.
De Garzón siempre
se dijo que, una vez apartado de la política, utilizó su posición de
dominio como magistrado para pasar al cobro antiguas facturas. Garzón
también era miembro de la Audiencia Nacional cuando en mayo de 1993 fue
llamado por Felipe González para las listas del PSOE en
Madrid y, luego, para ser secretario de Estado para el Plan Nacional
sobre Drogas. Apenas duró un año. Y luego vino la reapertura del caso
GAL, probablemente el caso que más dañó la figura de González. Los GAL
existieron, no hay duda. Pero la animadversión manifiesta, también.
Garzón acabó fuera de la carrera judicial, condenado a 11 años de
inhabilitación por autorizar la intervención de conversaciones en la
cárcel de cabecillas de Gürtel con sus abogados.
Velasco y Garzón
se parecen en que ambos son soberbios y digieren con facilidad su
presencia en las portadas de los periódicos y los informativos, según
relatan quienes les han conocido. Probablemente Velasco tenga peor
carácter. Todavía se recuerda en Valencia aquella reunión en la que
llamó «zánganos» a los sindicatos y que acabó colmando el vaso de la
paciencia del entonces secretario autonómico de Justicia, Fernando de Rosa, quien inmediatamente exigió al conseller Víctor Campos su cabeza: «O él o yo» , dijo De Rosa. Para este tipo de decisiones, el presidente Francisco Camps todavía reportaba con su antecesor Zaplana. Luego vino la bronca monumental y la guerra de bandos.
Eloy
Velasco no huye de la polémica. Tampoco de la prensa. De hecho, hoy
pueden leer en El Mundo una entrevista concertada antes de que estallara
la Operación Lezo. Dicen de él que es un provocador nato. Pero también
que, a diferencia de Garzón, no se deja llevar por sus filias y sus
fobias personales. Se percibe en la redacción de sus autos y en
decisiones como aquella de viajar a Belfast para exigir la extradición
del etarra De Juana Chaos.
Pero también se dice de él
que no le tiembla el pulso. Y ha dado prueba de ello al incluir a quien
fuera su protector político, Eduardo Zaplana, en el auto en el que
decreta prisión para Ignacio González. Según ese auto,
González y Zaplana habrían colaborado en una operación de blanqueo de
capitales. El ex presidente de la Generalitat ha negado categóricamente
los hechos y las interpretaciones sobre ese auto.
Vista la
gravedad de los hechos por los que Velasco ha enviado a prisión a
Ignacio González, no sería descabellado pensar que el ex director
general, hoy magistrado, y el que fuera su presidente acabaran viéndose
las caras en un interrogatorio judicial. Y nadie puede negar que, si se
produjera esa escena, existen razones para pensar que estaría
absolutamente contaminada, cuando no fuera de todo tipo de
interpretación racional de la legalidad.
Un miembro de la carrera
judicial me recordaba ayer que a Velasco y a Zaplana les unió
personalmente una circunstancia de salud que afectó a la primera esposa
del magistrado y a uno de los hijos de Zaplana. El sufrimiento
compartido de ambos forjó una amistad que podría haber tenido mayor
recorrido en la política. De hecho, esa angustia era uno de los
argumentos con los que Zaplana defendía a su pupilo cada vez que se le
pedía su destitución.
El caso, aunque no es habitual, devuelve a
la discusión pública el debate sobre la conveniencia o no de que jueces y
fiscales puedan regresar sin ningún tipo de traba a su puesto original
después de haber pasado por la política.Mi opinión es que esa puerta no
debería girar con tanta facilidad.
En septiembre de 2011, a dos
meses de las elecciones generales, PP y PSOE aprobaron una modificación
de la Ley Orgánica del Poder Judicial para permitir a jueces y fiscales
metidos en política volver a sus cargos anteriores sin perder la
antigüedad ni la categoría. Quizá es el momento de repensar esta
circunstancia. Aunque, vistas las ansias de Velasco por dejar su puesto
igual llega junio y el juez ha cambiado de destino.
(*) Periodista y delegado de El Mundo en la Comunidad Valenciana
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