No será literata, pero la Madre Superiora ha conseguido en sólo
media docena de líneas representar un mundo y una época: mosén,
congregación, misales, capellán… Cabe discutir si es realismo mágico o
un híbrido de metáfora y tiro en el pie, pero resulta difícil expresar
más en un texto breve, por el que se la conocerá siempre. Remata la
fascinación el cargo que se ha adjudicado.
Metida en imágenes
conventuales, podía haber elegido “hermana portera” o “sor pucheros”,
que pasan más inadvertidos, pero lo de Madre Superiora sugiere un alto
concepto de sí misma.
Para decirlo todo, quizás no fue una buena idea
tildar a su hijo de capellán –y no abad o padre prior- pues tal trato
subalterno pudo marcarle. Si responde a la relación materno-filial
establecida, se explica el aire entre cándido y pillín del vástago, por
algún lado tenía que salir.
No es el primer caso en que al
desvelarse la opereta se descubre el uso de un alias de postín, a lo
mejor reflejo del papel que se otorga el enmascarado y del enredo que ha
montado. Correa el de Gürtel se decía “Don Vito” y estaba el Duque
emPalmado, muestras de creatividad pero también una cosmovisión. No han
identificado fehacientemente a Luis el Cabrón, pero sugiere otro hombre
de respeto. En cambio, si te calzan “el Bigotes” te toca un papel de
segunda fila.
Quizás lo único serio que tenemos en España sea la
corrupción, por lo que extraña que apenas se haya profundizado en las
costumbres y carácter de estos capitanes de la patria. A lo mejor
algunos se ven como benefactores, todo por la cofradía. En el argumento
exculpatorio les falla que no existe el corrupto perfecto, aquel cuya
acción sea neutra, el espabilado que se levanta 70 millones de euros y
sólo causa un agujero de otro tanto.
En esa ficción él se forra y algún
capullo pierde, pero el capital social sólo cambia de manos, no baja,
salvo si se lleva la tela al paraíso (fiscal). Seguramente el
aprovechategui piensa que las suyas con las mejores manos y que, además,
agiliza la gestión, hace mover el dinero y crea riqueza, por lo que es
una especie de ONG.
Caracterizan al corrupto patrio una
hiperactividad y eficacia que se echan de menos en otros negociados. Por
lo que se ve, en cuanto uno entra en el ramo le coge afición y no puede
parar, así que acumule diez millones de euros, con los que los demás
nos tumbaríamos a la bartola o eso creemos. El especialista no, todo es
poco para él. Y son gente preparada, pese a la imagen de que no dan un
palo al agua como políticos. Saben triquiñuelas –paraísos fiscales,
trasvases de dinero y etcétera- que los demás ignoramos, por lo que
tendrán que aprender.
El corrupto nace pero también se hace, y es
posible que algunos lleguen a serlo sin sentir el llamamiento de
vocación previa, por ser incapaces de resistir la tentación. O todo lo
hacen por el partido: bien para proporcionarle los fondos que necesita,
bien para contentar a la clientela. ¿Y qué, si a cambio uno se queda con
un porcentaje o un sobresueldo? El buen corrupto debe pensar que es una
compensación justa y que quizás dentro de un tiempo los compañeros
pueden necesitarle.
Sorprendido el chiringuito, forma parte de la
costumbre de los Don Vito negar, hacerse de nuevas, apelar a la
inocencia. De entrada habrá quien les crea, pues los del partido cierran
filas si no hay confesión o pruebas inapelables. Una de las coberturas
más eficaces que tiene el vicio en España es esa visión partidista.
La corrupción no se aborda como una lacra general de nuestra
democracia, sino de forma sectaria. Ahí nos duele. Y eso que ningún
partido ni ideología puede atribuirse el monopolio de la honestidad. La
decencia no es izquierdas ni de derechas, aunque suene a herejía. En
todos los partidos han saltado corruptelas. Sin excepción. Estamos ante
una falla del sistema, que se produce al margen de las adscripciones
doctrinales. Están los resquicios administrativos que posibilitan la
actuación de los desalmados y al parecer la favorecen.
El uso
sectario de la corrupción ha llevado a que en cuatro décadas no se haya
afrontado nunca como un problema global. La reacción habitual ha
consistido en asegurar que los otros –hoy el PP- son corruptos
“sistémicos”, lo que le da al acusador una pátina de inocencia
reconfortante. Pero no ha habido hasta la fecha medidas para cortar la
lacra, salvo compromisos voluntaristas.
No hay propuestas
concretas que busquen mejorar los instrumentos de control, para
dificultar el saqueo, que hoy en día debe de ser facilito, a juzgar por
las millonadas que se oyen. Cabría también, y sobre todo, hacer lo que
otros países que afrontaron el problema: profesionalizar la gestión
pública al máximo y reducir el número de los nombrados a dedo. Que
incluso en escalas altas de la administración los gestores no se
seleccionen por amistades ideológicas, sino por méritos.
Conviene
impedir que ámbitos completos de la administración queden totalmente en
manos de conmilitantes dispuestos a hacer de su capa un sayo, ahora que
no les ve nadie. O con la tentación de hacerlo. Incidentalmente: por lo
que sabemos, en la corrupción española ha sido escasísima la
participación de funcionarios. Básicamente se lo han guisado y comido
los de nombramiento político.
Lo más raro de nuestra historia de
la corrupción es que las congregaciones –incluyendo las madres
superioras y los sacristanes- suelen seguir funcionando incluso después
de que se han levantado las sospechas. A lo mejor sucede que al
corromperte te sientes por encima del bien y del mal. O el más listo.
(*) Catedrático de la UPV
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