domingo, 28 de mayo de 2017

Etiología del corrupto / Manuel Montero *

No será literata, pero la Madre Superiora ha conseguido en sólo media docena de líneas representar un mundo y una época: mosén, congregación, misales, capellán… Cabe discutir si es realismo mágico o un híbrido de metáfora y tiro en el pie, pero resulta difícil expresar más en un texto breve, por el que se la conocerá siempre. Remata la fascinación el cargo que se ha adjudicado. 

Metida en imágenes conventuales, podía haber elegido “hermana portera” o “sor pucheros”, que pasan más inadvertidos, pero lo de Madre Superiora sugiere un alto concepto de sí misma. 

Para decirlo todo, quizás no fue una buena idea tildar a su hijo de capellán –y no abad o padre prior- pues tal trato subalterno pudo marcarle. Si responde a la relación materno-filial establecida, se explica el aire entre cándido y pillín del vástago, por algún lado tenía que salir.

No es el primer caso en que al desvelarse la opereta se descubre el uso de un alias de postín, a lo mejor reflejo del papel que se otorga el enmascarado y del enredo que ha montado. Correa el de Gürtel se decía “Don Vito” y estaba el Duque emPalmado, muestras de creatividad pero también una cosmovisión. No han identificado fehacientemente a Luis el Cabrón, pero sugiere otro hombre de respeto. En cambio, si te calzan “el Bigotes” te toca un papel de segunda fila.

Quizás lo único serio que tenemos en España sea la corrupción, por lo que extraña que apenas se haya profundizado en las costumbres y carácter de estos capitanes de la patria. A lo mejor algunos se ven como benefactores, todo por la cofradía. En el argumento exculpatorio les falla que no existe el corrupto perfecto, aquel cuya acción sea neutra, el espabilado que se levanta 70 millones de euros y sólo causa un agujero de otro tanto. 

En esa ficción él se forra y algún capullo pierde, pero el capital social sólo cambia de manos, no baja, salvo si se lleva la tela al paraíso (fiscal). Seguramente el aprovechategui piensa que las suyas con las mejores manos y que, además, agiliza la gestión, hace mover el dinero y crea riqueza, por lo que es una especie de ONG.

Caracterizan al corrupto patrio una hiperactividad y eficacia que se echan de menos en otros negociados. Por lo que se ve, en cuanto uno entra en el ramo le coge afición y no puede parar, así que acumule diez millones de euros, con los que los demás nos tumbaríamos a la bartola o eso creemos. El especialista no, todo es poco para él. Y son gente preparada, pese a la imagen de que no dan un palo al agua como políticos. Saben triquiñuelas –paraísos fiscales, trasvases de dinero y etcétera- que los demás ignoramos, por lo que tendrán que aprender. 

El corrupto nace pero también se hace, y es posible que algunos lleguen a serlo sin sentir el llamamiento de vocación previa, por ser incapaces de resistir la tentación. O todo lo hacen por el partido: bien para proporcionarle los fondos que necesita, bien para contentar a la clientela. ¿Y qué, si a cambio uno se queda con un porcentaje o un sobresueldo? El buen corrupto debe pensar que es una compensación justa y que quizás dentro de un tiempo los compañeros pueden necesitarle.

Sorprendido el chiringuito, forma parte de la costumbre de los Don Vito negar, hacerse de nuevas, apelar a la inocencia. De entrada habrá quien les crea, pues los del partido cierran filas si no hay confesión o pruebas inapelables. Una de las coberturas más eficaces que tiene el vicio en España es esa visión partidista.

La corrupción no se aborda como una lacra general de nuestra democracia, sino de forma sectaria. Ahí nos duele. Y eso que ningún partido ni ideología puede atribuirse el monopolio de la honestidad. La decencia no es izquierdas ni de derechas, aunque suene a herejía. En todos los partidos han saltado corruptelas. Sin excepción. Estamos ante una falla del sistema, que se produce al margen de las adscripciones doctrinales. Están los resquicios administrativos que posibilitan la actuación de los desalmados y al parecer la favorecen.

El uso sectario de la corrupción ha llevado a que en cuatro décadas no se haya afrontado nunca como un problema global. La reacción habitual ha consistido en asegurar que los otros –hoy el PP- son corruptos “sistémicos”, lo que le da al acusador una pátina de inocencia reconfortante. Pero no ha habido hasta la fecha medidas para cortar la lacra, salvo compromisos voluntaristas.

No hay propuestas concretas que busquen mejorar los instrumentos de control, para dificultar el saqueo, que hoy en día debe de ser facilito, a juzgar por las millonadas que se oyen. Cabría también, y sobre todo, hacer lo que otros países que afrontaron el problema: profesionalizar la gestión pública al máximo y reducir el número de los nombrados a dedo. Que incluso en escalas altas de la administración los gestores no se seleccionen por amistades ideológicas, sino por méritos.

Conviene impedir que ámbitos completos de la administración queden totalmente en manos de conmilitantes dispuestos a hacer de su capa un sayo, ahora que no les ve nadie. O con la tentación de hacerlo. Incidentalmente: por lo que sabemos, en la corrupción española ha sido escasísima la participación de funcionarios. Básicamente se lo han guisado y comido los de nombramiento político.

Lo más raro de nuestra historia de la corrupción es que las congregaciones –incluyendo las madres superioras y los sacristanes- suelen seguir funcionando incluso después de que se han levantado las sospechas. A lo mejor sucede que al corromperte te sientes por encima del bien y del mal. O el más listo.


(*) Catedrático de la UPV

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