miércoles, 31 de mayo de 2017

La banalidad de la CAM / Ángel Montiel *


Hannah Arendt nos alertó sobre ´la banalidad del mal´ al detectar que detrás del horror sólo hay mediocridad. Esta evidencia añade horror al horror, pues ni siquiera cabe que las víctimas puedan acogerse a una implacable predestinación, sino que lo son de parte de lectores del Marca y de apacibles jugadores de dominó. Gente corriente. 

Modesto Crespo, presidente del Consejo de Administración de la Caja de Ahorros del Mediterráneo, declaró ayer en sede judicial que su función se limitaba a acompañar a señoras a comprar bolsos o a recibir homenajes del Misteri del Elche, y que no tenía ni pajolera idea de lo que se traficaba en la CAM, entidad que presidía. 
Todo esto no lo expuso como autocrítica, sino como excusa para zafarse de responsabilidad. Y en boca de un empresario que, como tal, debiera tener conciencia de lo que significa presidir un Consejo de Administración. Probablemente, como presidente del Consejo de su empresa particular no se dedicaría a comprar bolsos para las señoras de sus clientes, sino que llevaría las cuentas al céntimo. Mediocre hasta el final y, por tanto, exponente del horror. 

Porque podría haber dicho con mayor convicción: yo era un lacayo de Gerardo Camps, consejero de Economía de la Generalidad valenciana; gracias a mi cargo me llevaban en andas en mi pueblo donde hasta entonces era un simple vendedor de coches; mi posición me permitía hacer favores importantes, gozar de privilegios insospechados, acceder a préstamos y concederlos, figurar como un santón por donde quiera que fuera, meter miedo a quien me importunara, ser mirado con alguna delectación imposible en otra circunstancia por determinado tipo de señoras, además de almorzar y cenar en los mejores restaurantes, probar los más exclusivos caldos, ser invitado e invitar, cobrar dietas por fichar en reuniones somnolientas en que se decidía sobre el destino y los sueños de miles de personas, viajar gratis total por el planeta Tierra, dormir en los mejores hoteles, ser transportado en vehículos de alta gama por chóferes expertos y discretos, aparecer ante mi mujer y mis hijos como un hombre extraordinario aunque ocultándoles que no disponía de otro mérito que el de haber sido elegido como un mindundi necesario para hacer el trabajito sordo (es decir, sucio) al estamento político, constituido a su vez por otros lectores del Marca, como el figura que preside el país. 

Todos del mismo nivel intelectual y moral. Y lo peor es que ponen en mal lugar a un gran periódico como el Marca y a un juego entretenido como es el dominó. Arrasan con todo. 
Podría haber concluido Crespo su declaración de manera más sincera: «Sí, soy el responsable por omisión de la ruina de miles de incautos clientes de la CAM que se dejaron engañar por las cuotas participativas, fui el presidente de la entidad que para mantener mi culo en sillones de cuero curado ignoró que se falsificaban los resultados de la entidad sólo con el propósito de que sus gestores cobraran incentivos mientras la marca se venía abajo, soy el tipo que se cargó la CAM, la caja de ahorros más potente y confiable, que tuvo que ser rescatada con el dinero de todos para ser vendida por un euro al Banco de Sabadell».

Pero es verdad que todo esto le sobrepasa, sin duda. Es posible que ni siquiera sea consciente del desastre. Tal vez aún espera que sus amigos vengan a rescatarlo también a él, que sólo se prestó a figurar mientras los más listos, como Roberto López Abad, exdirector general, se jubilaban anticipadamente a la hecatombe con la soldada del historial laboral de mil obreros, según el cálculo espinosiano. 

Lo terrible es que nuestra ruina personal y colectiva se debe a estos pobres hombres, a los que ni siquiera podemos reprochar una maldad intencionada. Son así, un producto colateral y vulgar del poder, que a su vez es una máscara detrás de la cual sólo hay otros lectores del Marca, también inconscientes del daño que nos hacen. Es la banalidad absoluta, conformada por honestos padres de familia a los que políticos desalmados nombraban para altos cargos del poder financiero con la exclusiva obligación de acompañar a las señoras a comprar bolsos y que después se daban golpes de pecho como ridículos meapilas y falsos devotos en las fiestas de Elche. 

Ostentaban la representación de un mundo inamovible, perpetuo, que de pronto se vino abajo, y andan perplejos: «Yo sólo era un mandao». Pero los recuerdo. A los dos. Los veías y veías el Poder. A su alrededor todo eran sonrisas. Había gente que esperaba que le dijeran: «Pasa por mi despacho». Y así podrían llegar a final de mes. Eran dioses. Mediocres y banales. Objetivamente, malvados. 



El horror, según Hannah Arendt.



(*) Columnista

http://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2017/05/31/banalidad-cam/833700.html 

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