Quiero retomar un artículo publicado hace unos años
sobre «el laicismo»; y lo hago ahora que Hacienda está en campaña para
cobrarnos la renta y como el Estado no cumple con el artículo 16.3 de la
Constitución, cuando dice que: «Ninguna confesión tendrá carácter
estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas
de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de
cooperación con la iglesia católica y las demás confesiones…». Nada es
lo que parece ni es lo que debería ser.
Hemos visto como el Estado se entromete en la conciencia personal y
colectiva, sin garantizar, como mandata la Constitución, los derechos
vinculados al libre desarrollo de la personalidad, como son la libertad
ideológica, religiosa y de culto. Conocemos como el Estado se entromete
en la conciencia personal y colectiva, al dotar de oficialidad la
asignatura de religión católica en la escuela. Conocemos como el Estado
se entromete, desde un punto de vista religioso, en el derecho a decidir
de las mujeres, reformando la ley de interrupción voluntaria del
embarazo. Conocemos como el Estado se entromete en las conciencias, al
establecer protocolos religiosos católicos en los actos de Estado.
Conocemos como el Estado incumple la Constitución contra la igualdad de
los ciudadanos ante la ley y el respeto a su libertad de conciencia.
Los responsables de las instituciones del Estado, no representan a
unos u otros, según conveniencia; representan siempre a la totalidad y a
los intereses generales, no a grupos, por mayoritarios que estos
pretendan decir ser, ni a capillitas ideológicas alejadas de
procedimientos democráticos y de las libertades. La libertad ideológica
tiene una vertiente íntima, relacionada con el derecho de cada uno a
tener su propia visión de la realidad, así como mantener todo tipo de
ideas u opiniones, con la posibilidad de compartir y transmitir, en
definitiva exteriorizar esas ideas. Pero de esto a apoderarse del
patrimonio común, en detrimento de otras alternativas ideológicas o no,
como la de ateos y agnósticos, que han visto limitado su derecho a
manifestación por las calles de Madrid, en perjuicio del derecho de
manifestar ideas y convicciones en libertad.
«España ha dejado de ser católica», decía en las Cortes el Presidente
del Consejo de Ministros Manuel Azaña: «el problema político
consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a
esta fase nueva e histórica el pueblo español». En 1978, el espíritu
nacional-catolicismo y del «Movimiento» estaban vivos y costó incorporar
la frase «Ninguna confesión tendrá carácter estatal», lo que era como
proclamar la aconfesionalidad y neutralidad del Estado en materia
religiosa, acorde con los principios de libertad y pluralismo político.
Nos decían que en el desarrollo de la ley orgánica quedaría todo claro,
pero no se produjo la real ruptura entre el Estado y la iglesia, que
hubiera sido la solución para la necesaria regeneración democrática.
Demasiados polvos históricos acumulamos, nos han traído a la situación
actual, donde la iglesia, alejándose cada vez más de ser un poder
fáctico, se convierte de nuevo en un poder real.
La redacción del artículo 16, durante el debate, fue sinuoso, pero no
conflictivo. Hubo más acuerdo de lo que tendría que haber habido. Al
derecho a no declarar sobre las creencias religiosas, se le sumó el de
no hacerlo tampoco sobre la ideología. El apartado 3 no figuraba en el
primer borrador, aunque en el Anteproyecto ya estaba incorporado. La
mención a la iglesia católica, se introdujo en el Dictamen de la
Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas, por la
enmienda presentada por UCD y Alianza Popular (antecesores del actual
Partido Popular). Ninguna confesión tendrá carácter estatal, pero la
cooperación con la iglesia católica será especial; algo así como todos
somos iguales ante la ley, salvo para algunos y algunas cosas.
El valor fundamental de un Estado aconfesional y laico, es el respeto
a las creencias de toda la ciudadanía, al derecho de cada persona a
pensar según sus propios criterios, a que todo posicionamiento religioso
o espiritual no vulnere los derechos ajenos. No es imponer ideas a
nadie, es aspirar a que la religiosidad no vulnere la neutralidad
ideológica a la que están obligadas las instituciones, y a que todos,
profesemos la religión que profesemos o no profesemos ninguna, tengamos
cabida, en igualdad de condiciones, en la sociedad plural y tolerante y
por tanto democrática.
El laicismo defiende la separación entre el Estado y las iglesias u
organizaciones religiosas; el laicismo garantiza la libertad de
conciencia, contemplada en la Constitución, y avala el cumplimiento del
respeto a la libertad de pensamiento y a la libre elección de la moral
privada. Por lo tanto, el laicismo no impone, defiende los derechos
ciudadanos ante la imposición, dice Coral Bravo, miembro de Europa
Laica: «laicismo es tolerancia, el laicismo garantiza la hermandad y la
concordia. El laicismo nada tuvo que ver con el nazismo, sino todo lo
contrario, y el laicismo no sólo no conduce al fin de ninguna
democracia, sino que, justamente, ninguna democracia es tal si no es
laica, si no respeta la libertad de creencias de la ciudadanía»
Hay que terminar con la influencia de la iglesia en la escuela, así
como con la simbología religiosa en las instituciones del Estado,
prohibiendo que los cargos públicos, como tales acudan, representando al
Estado, a los actos religiosos. Hay que desvincular los actos de Estado
a las ceremonias de la iglesia y poner fin a la financiación pública de
de la iglesia católica. Para establecer un Estado auténticamente laico,
tenemos la obligación de romper con la iglesia católica por decencia y
dignidad. Es una institución que participó activamente en la represión
franquista, sin que haya dado muestra alguna de perdón o reconocimiento
hacia las víctimas. No es una institución ejemplar, es opaca y
antidemocrática, alejada del principio de igualdad real y efectiva entre
hombres y mujeres. Sin romper con esta institución, que oprime
conciencias y controla gobiernos, jamás entraremos en la era de
modernidad que necesitamos para el mayor bienestar.
Siendo respetuoso con las personas que profesan alguna religión, como
ciudadano libre, que paga sus impuestos, me siento perjudicado en mis
derechos e insultado en mi inteligencia.
(*) Profesor y analista político
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