miércoles, 7 de junio de 2017

No es el pasado; es el presente / Ramón Cotarelo *

Las imágenes cambian de significado con el tiempo. Ahí están estos dos, González y Aguirre, felices, contándose chascarrillos. Ahora no pueden ni verse. Seguramente, entonces tampoco. Aunque más por la parte de él porque ella, la soberbia cazatalentos de los grandes expresos europeos, es una panoli. Una panoli entre buitres. Nada de ranas.

Eran tiempos de alegría porque ni ellos daban crédito a la facilidad e impunidad con que cabía hacer las más increíbles trapisondas. Y todos, todos a la vez: alcaldes, presidentes, consejeros, políticos, diputados, concejales, banqueros, empresarios, periodistas, presidiarios. Un bullicio de hampones del sindicato del crimen en una tupida red de expolio del conjunto de las administraciones del país. 

El reparto de la tarta publicitaria institucional  es tan descarado, se ha hecho con tal desvergüenza política que resulta inverosímil. Los fondos se han repartido en proporción inversa a la difusión del medio y directa a afinidad ideológica a los gobernantes. No es de extrañar que, ante la insistencia de eldiario.es de que hicieran públicas las adjudicaciones por gastos de publicidad institucional desglosadas por medios, ocho ministerios hayan recurrido en vía contencioso-administrativa para no cumplir el mandato de transparencia. Si ocultan los datos es porque problemente, serán más arbitrarios y escandalosos que los de la Comunidad de Madrid.

 Más que una subvención o un pago, parece un soborno. Así se explica que, en muestra de gratitud, La Razón contratara a González de baja en la política como brillante columnista a razón de de unos 560 machacantes la pieza, de esas que se pagan a 30 euros a los plumillas. Esto es privatizar recursos públicos con el noble fin de ensalzar la labor política de unos gobernantes hoy en la cárcel por hacer lo que tanto se les alababa: privatizar para ellos, sus deudos, amigos, correligionarios, por una vía u otra, legal o ilegal, con mordidas, comisiones, subvenciones, facturas falsas, lo que hiciera falta. Uno se pregunta en dónde estaba entonces la oposición y para qué servía. Una oposición a la que se ganaban las elecciones a base de hacer trampas.

Unos medios a sueldo es lo peor que puede pasar en una democracia, que es un régimen de información y deliberación pública. Su carácter mercenario ha acabado con su muy renqueante prestigio. El caso/ocaso de El País está siendo muy llamativo. La valoración en escalas internacionales de los medios españoles es de vergüenza y su impacto social muy inferior al que suponen. Sobreviven en una burbuja que han fabricado relacionando los medios impresos con los audivisuales, pero solo han conseguido una versión tecnológica de la corrala madrileña, un mentidero de frenéticas opiniones repleto de cotilleos. 

La verdadera tarea de los medios, la información más crítica y veraz, el control del gobierno, la revelación de escándalos, la crítica  a los partidos, la vigilancia de las instituciones, la voz de sectores menos escuchados, la hacen hoy los digitales. Son mucho más ágiles, rápidos, tienen un mayor dominio del ciberespacio y mucha presencia en las redes e interactúan con el público con más eficacia que los medios tradicionales.

Si resulta que esos medios tradicionales son parte de la corrupción no es de extrañar que esta, la corrupción, siga escalando puestos en la preocupación de los españoles que son tardíos pero, al final, caen en la cuenta. Es impensable que el PP vuelva a obtener mayoría. Es inverosímil que Rajoy, el responsable de este desastre mayúsculo, vuelva a presentarse. 

La sola idea de tener a Rajoy en el pasado, en el presente y, si los dioses no lo remedian, en el futuro debiera bastar para que los demás partidos formaran una opción catapulta, que lo echara de La Moncloa con un posterior gobierno de la izquierda, similar al portugués. Aunque aquí parece más difícil porque "España y yo somos así, señora".
 
 
Estado de hostilidad

En esta semana, la cumbre del referéndum anunciará la pregunta y la fecha. El Estado, por boca del gobierno, ya se ha pronunciado preventiva y amenazadoramente, recordando a los funcionarios sus obligaciones y a los directores de los colegios las suyas. Se pondrán todos los medios legales para impedir que la Generalitat lleve a cabo su anunciado propósito. Lo que no parece claro es que sean suficientes.

Dependerá, a su vez, de hasta dónde llegue la determinación del gobierno de ir adelante con la consulta. No se puede descartar una detención, suspensión, inhabilitación, procesamiento de Puigdemont y sus colaboradores, una hipótesis de periodismo ficción muy interesante que he leído recientemente. En caso de producirse una movilización de protesta con actos de desobediencia colectiva, es cuestionable que el Estado tenga capacidad para enfrentarse a ella sin recurrir a los militares y el estado de excepción.

No es realista pensar que España, cuarta economía de la Eurozona , pueda mantenerse en el ranking con una parte tan importante de su territorio (y de su PIB, muy basado en la exportación) en estado de excepción. El recio aferrarse a los principios no obsta para preocuparse por las consecuencias de los propios actos. Y si el integrista no lo ve, que alguien de su séquito se lo haga ver. La política de la confrontación es autodestructiva y, a partir de cierto momento, irreversible. Por eso hay que andar con pies de plomo. Es mejor que el plomo esté en los pies a que esté en las calaveras o en las cartucheras.

Por eso, si Puigdmont finalmente acepta presentarse en el Congreso se abre una interesante hipótesis. Si el debate se termina votando una moción, como quiere Rajoy y la derecha, ya se sabe que el voto negativo será arrasador. Pero, curiosamente, igualará a ambos gobiernos pues dejará claro que los dos obedecen el mandato de sus respectivos parlamentos, uno a favor y otro en contra del referéndum. El que está en contra, sin embargo, el Parlamento español, no tiene por qué ordenar al gobierno que lo impida por la fuerza. Le basta con significar que no le reconoce valor jurídico o político alguno, como hizo el mismo gobierno con el 9N, aunque luego se lo pensó mejor y empezó a perseguir a los protagonistas.

De aceptarse esta hipótesis, la Generalitat organizaría una consulta perfecta desde el punto de vista técnico y los resultados nos permitirían saber qué quiere la mayoría de los catalanes. La única objeción que se le podría hacer (y que se haría sin duda según saliera la consulta) sería que el voto unionista se habría abstenido mayoritariamente por temor. Una objeción a tener en cuenta y cuya mejor solución sería que el propio Estado se encargara de organizar y garantizar la consulta, por supuesto en el ámbito de sus competencias. Eso en lugar de su actitud de permanente hostilidad hacia Cataluña.
 
En cualquiera de los dos resultados del referéndum, la falta de efectos jurídicos puede mantenerse en algún caso; la falta de efectos políticos, en ninguno.
Ciertamente, en el caso de triunfar el “no”, los efectos políticos serán contundentes. Esfumado el marco constituyente, se vuelve al autonómico y, por tanto a unas elecciones anticipadas por ver si se dibuja un mapa político distinto. Lo que se mantendrá y se reforzará, será la actitud de hostilidad hacia una minoría que quiere pero no puede frente a una mayoría que puede, pero no quiere.
En el supuesto del “sí” a la independencia, el Parlamento tendrá que declararla unilateralmente. El Estado español no la reconocerá y el asunto irá ante la Corte Internacional de Justicia, lo que quizá abra un prolongado contencioso durante el cual se producirá todo género de conflictos entre el Estado español y la Generalitat catalana a la que aquel no reconoce legitimidad como Estado.

Entre los imponderables que pueden producirse en ese pleito se da una posible mediación de alguna benemérita instancia legitimada por el reconocimiento general, que acabe en una negociación y una fórmula, aunque sea transitoria, válida para los dos lados. Algo parecido a los acuerdos extrajudiciales a que llegan las partes en los pleitos civiles para ahorrarse gastos y no perder el tiempo, esperando una decisión judicial que se retrasa. La historia demuestra además que, muchas veces, los acuerdos provisionales o transitorios son más duraderos que los que se querían eternos.

Y sea como sea, es obvio que esa mediación exigirá como requisito la celebración de un referéndum vinculante para ambas partes. No querían uno y pueden acabar teniendo dos.
 
 
 
 
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
 

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