lunes, 26 de junio de 2017

Pedro Sánchez y su plan de rescate a la gente joven / Jesús Cacho *

No cabía esperar otra cosa. El paro juvenil es la almadraba del populismo más rancio donde hasta el pescador menos avisado puede lanzar su arpón en la seguridad de que sacará a flote unas cuantas frases plagadas de tópicos sobre las precarias condiciones de vida de esa juventud sin futuro que, harta de la vieja política, avergonzada de la corrupción de PPSOE, cabreada con el mundo, se echó al monte un 15 de mayo y llenó la Puerta del Sol para, unos meses después, alumbrar el nacimiento de Podemos y revitalizar la carrera política de esa estrella mediática llamada Pedro Sánchez

No es extraño, por eso, que la primera iniciativa del redivivo líder tendente a unir a Albert Rivera y Pablo Iglesias, agua y aceite, en torno a una eventual moción de censura capaz de desalojar a Mariano Rajoy de la Moncloa, haya tenido por argamasa el cruel y manoseado tema del paro juvenil. Sánchez, en efecto, ha planteado a Ciudadanos y Podemos un “plan de rescate a la gente joven” como primer paso para acercar posturas entre las “fuerzas del cambio”.


“La realidad de los jóvenes es muy dura”, ha dicho el renacido al día siguiente del Congreso del PSOE que ratificó su victoria en las primarias. Ocurre que las cosas no son exactamente como él las pinta. Tras la peor recesión de la historia de la democracia, que significó la pérdida de casi 3,5 millones de empleos, el crecimiento económico que se viene registrando desde 2014 ha logrado recuperar a día de hoy casi 2,2 millones de aquellos empleos (el 65,6% del total), con un número de afiliaciones a la Seguridad Social que alcanza ya los 18.345.414, cifras desconocidas desde diciembre de 2008. 

En áreas del Gobierno se afirma sin levantar la voz que la economía va “como un tiro”, algo que el Banco de España acaba de reconocer al elevar al 3,1% el crecimiento del PIB para 2017, de modo que no es aventurado afirmar que a lo largo de este año y el siguiente España podría crear algo más de un millón de empleos –se habla de 1,2 millones-, un acontecimiento capaz de cambiar el mapa social de este país y sin duda también el político. 

Se entienden las prisas de Sánchez por derogar cuanto antes la reforma laboral de 2012, una de las pocas cosas buenas que, aun incompleta y en parte frustrada –a causa, entre otros motivos, del sabotaje al que la someten los jueces progres de los juzgados de lo social, dispuestos a cargársela por su cuenta-, cabe atribuir al Gobierno de mayoría absoluta del señor Rajoy. De modo que sí: el nuevo capo del PSOE debe cepillarse esa reforma antes de que una mayoría de parados encuentre empleo.

A pesar de que las cifras siguen siendo escandalosamente altas, la realidad es que el paro juvenil ha registrado una caída de casi 10 puntos desde el inicio de la recuperación hasta ahora, al punto de que puede decirse que, en materia de empleo, los jóvenes han sido los principales beneficiarios del ciclo expansivo en curso. 

Y ahí aparece el bizarro Sánchez, pretendiendo “rescatar a los jóvenes” de no se sabe muy bien qué. La santa compaña de la izquierda, a la que se incorporan para la ocasión los fosilizados sindicatos, suele rebatir cualquier mejora en el empleo con el argumento de su baja calidad: empleo precario mal retribuido, razón por la que el general secretario se ha fijado como objetivo “acabar con el precariado”. 

Olvida, o quizá no sabe, que tras una recesión como la padecida por España entre 2008 y 2013 es técnicamente imposible recuperar de golpe los niveles de calidad de empleo y de salarios previos, entre otras cosas porque los jóvenes adolecen de dos problemas básicos que difícilmente se pueden resolver de un plumazo: una menor productividad derivada de su falta de experiencia, por un lado, y una pobre formación, generalmente universitaria, que les inhabilita para lograr elevadas remuneraciones.

El deterioro de la formación del capital humano en nuestro país se ha venido acelerando de forma dramática en la última década, y basta leer los informes Pisa y observar el funcionamiento de las universidades públicas para entender la situación. De acuerdo con la memoria sobre la economía española obra del Directorio de Asuntos Económicos de la CE en 2016, el 68% de los jóvenes salidos de la universidad –a la que en general llegan con una deficiente educación primaria y secundaria- no reúne los requisitos mínimos exigidos para incorporarse al mercado laboral, por lo que resulta utópico reclamar para ellos empleos de calidad y altamente remunerados. 

La tesis de que tenemos la generación joven mejor preparada de la historia, condenada a emigrar o aceptar empleos mal pagados, es un mito cuando no una soberana tontería. Una ficción con la que los demagogos con mando en plaza intentan aplacar su mala conciencia. La ficción de una escolarización masiva y un fácil acceso a estudios universitarios no resuelve el problema previo de la pésima calidad de la formación recibida y, por ende, su incapacidad para satisfacer las necesidades de la demanda de las empresas.

Pero ahí sigue la izquierda española, tratando de vendernos la mula ciega de que la culpa es de los empresarios, unos malvados que se niegan a dar trabajo, y además bien pagado, a unos jóvenes muy sabios que en realidad no saben hacer la o con un canuto. ¿Simple cuestión de sadismo? De modo que la burra de Pedro vuelve otra vez al trigo afirmando que “hay que bajar las tasas universitarias y darle un impulso a las becas”. 

Resulta en verdad difícil encontrar en el carcaj argumental de nuestra izquierda una sola medida que contribuya a mejorar la empleabilidad de los jóvenes y a procurarles ese empleo estable por el que dicen abogar. Todas sus propuestas caminan de facto en la dirección contraria: la de perpetuar la existencia de esa insoportable bolsa de paro juvenil. 

Lo explica a la perfección el catedrático Benito Arruñada: “No sólo entra en la universidad un alto porcentaje de malos estudiantes, sino que la mayoría de ellos acaba obteniendo el título por muy poco esfuerzo que haga y muy poca formación que adquiera. En consecuencia, las aulas cumplen mal su doble función de educar a los estudiantes (creación de capital humano) y distinguir a los mejores (producción de “señales” para el mercado de trabajo). La universidad sólo sirve para aparcar jóvenes y fabricar frustraciones”.

Algo que parece importar un pimiento a esta izquierda atrabiliaria que padecemos, y que podría decirse también a la desnortada derecha que ahora ocupa el Gobierno. Una mayoría de padres españoles parece encantada con la idea de tener en casa uno o varios titulados universitarios, con habilidades, un suponer, que para nada reclama el mercado de trabajo y cuyo futuro inmediato es el paro. Todos jugamos a engañarnos. Y todos parecemos contentos. 

¿Tiene sentido bajar unas tasas universitarias que apenas cubren el 15% del coste real de los estudios como media? ¿No sería pertinente que esas tasas reflejaran mejor, con las ayudas que fuera menester, el coste real de cursar una carrera, ello como forma de favorecer una competencia basada en el talento y el esfuerzo personal? ¿No sería más adecuado elevar el nivel de exigencia a la hora de conceder unas becas que ahora se consiguen incluso suspendiendo? 

Tal vez entonces España dejaría de tener más titulados universitarios que la media de la UE, pero seguramente estarían mucho más capacitados para conseguir un empleo de calidad y bien remunerado.  

Consecuencia de lo dicho es que nuestro mercado del trabajo viene registrando una creciente polarización entre una minoría de jóvenes con altos niveles de cualificación –aquellos cuyos padres se han podido permitir el lujo de enviarlos a una universidad privada de prestigio, dentro o fuera de España- capaz de acceder a los mejores trabajos y obtener altos salarios, y una masa amorfa poco o mal formada que difícilmente podrá tener acceso a esos empleos bien pagados, tendencia que irá acentuándose conforme progrese la robotización de la economía. 

Escuchar, desde esta perspectiva, a Pedritos y Pabletes insistir en las medidas “adanistas” que la izquierda viene proponiendo desde tiempo inmemorial para atacar el problema del paro juvenil no puede resultar más lamentable. Reducir el nivel de exigencia universitaria elevando la mediocridad a los alteres, regalar becas, poner trabas burocráticas y legales al primer empleo, volver de hoz y coz al rígido mercado laboral de antaño, sólo servirá para seguir estabulando jóvenes en la gran tenada de parados que ha sido España en la pasada crisis y que la reforma laboral de 2012 parece haber empezado a cambiar.

La elevación del salario mínimo interprofesional (Real Decreto-ley 3/2016, de 2 de diciembre), por ejemplo, es la típica medida que la izquierda suele vender como una gran victoria, cuando en realidad se convierte en una peligrosa barrera que impide el acceso de los más jóvenes al mercado laboral, y ello porque las posibles ganancias de renta disponible derivadas de la subida del SMI se ven diluidas por un descenso en la empleabilidad de quienes tienen una productividad inferior al mismo. 

En otras palabras, ese nuevo SMI deja fuera del mercado laboral a los trabajadores menos productivos ab initio y con menor experiencia. El empresario suele defenderse de la pérdida de competitividad derivada de un aumento de los costes laborales sustituyendo empleos por máquinas o simplemente dejando de contratar. Dos no contratan si uno no quiere. Una verdad de Perogrullo que parece difícil de entender por esa izquierda aficionada a los brindis al sol, los postureos varios, las argumentaciones falaces, y la ración de pienso diaria al we the people en formato televisivo. La alternativa es el empleo público, pero esa fórmula ha demostrado tener las patas muy cortas. ¿Será ahí adonde quiere llevarnos el gran Pedrito?



(*) Columnista y marino mercante



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