La sociedad española vive hastiada desde hace tiempo por los
continuos casos de corrupción que van saliendo a la luz. Resulta ya
difícil recordar siquiera el nombre de tantas tramas, que se van
multiplicando y solapando. La ciudadanía suele abordar estos casos desde
un punto de vista ético, reaccionando con indignación. Siendo esta
primera respuesta instintiva acertada, no debería olvidarse que la
corrupción tiene una dimensión económica mucho más amplia que la cuantía
directamente sustraída en los latrocinios.
Se trata de un tema en cuyo estudio la Economía académica ha avanzado
mucho durante las últimas tres décadas. España no ha quedado al margen
de esa tendencia, con meritorias publicaciones de especialistas (como el
profesor Javier Salinas, de la Universidad Autónoma de Madrid). Los
organismos internacionales han animado este impulso. Al fin y al cabo,
se trata de un fenómeno que no se limita a América Latina o la Europa
del Este, si no que aqueja a todos los países en distinto grado.
Los efectos de la corrupción sobre el conjunto de la economía se
transmiten a través de numerosas variables, de forma que terminan
perjudicando al nivel de renta de una sociedad. En primer término, la
corrupción es un síntoma del fenómeno más amplio de la falta de calidad
institucional, e incide negativamente en el funcionamiento del sector
público. Por el lado de los ingresos públicos, tiende a reducirlos, por
culpa de las cantidades defraudadas y al incentivar el paso desde la
economía formal a la economía sumergida.
Por el lado del gasto,
distorsiona tanto su volumen como su composición, primando especialmente
las partidas relacionadas con la inversión pública (como las
infraestructuras de transporte). El país afectado por la corrupción
tenderá a gastar más de lo conveniente en aquellas partidas en las que
las oportunidades de extraer rentas ilícitas sean mayores, en vez de
guiar las decisiones por estrictos criterios de bienestar social.
Esta mala asignación de los recursos públicos perjudicará la
eficiencia y productividad del conjunto del sistema económico. Éstas se
verán también negativamente afectadas por otras vías. La inversión
privada, en particular la extranjera, se resentirá de la falta de
seguridad jurídica y de confianza en la administración que la corrupción
provoca. Por otro lado, el dinero que se gasta en ese exceso de
infraestructuras (aeropuertos sin aviones, autopistas sin coches, trenes
sin pasajeros…) se deja de gastar en otras actividades, como la
educación. Esto hace que se deteriore la acumulación de capital humano,
cuya mejora es otra de las fuentes esenciales de aumento de la
productividad.
La innovación tecnológica, otro gran medio de aumento de la
productividad, se verá así mismo perjudicada. La introducción de
novedades técnicas o de nuevos productos suele estar ligada a la
obtención de permisos o licencias, además de a su protección a través
del sistema de patentes. La concesión discrecional de estos permisos,
licencias o patentes (en un entorno de corrupción) puede constituir una
seria barrera a la innovación.
No solo la eficiencia de una economía tiende a empeorar por culpa de
la corrupción; la equidad en la distribución de la renta también tenderá
a hacerlo. El peor funcionamiento del sector público mina los ingresos
públicos, reduce la progresividad del sistema impositivo y hace que
disminuyan los recursos disponibles para el gasto público de tipo social
y educativo. En consecuencia, los problemas de desigualdad y pobreza se
agravan.
Lord Acton nos enseñó que “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
La mejora de la calidad institucional de nuestra democracia,
extinguiendo los focos de arbitrariedad que en ella subsisten, ayudaría a
hacer más manejable el problema de la corrupción. Los países nórdicos
han demostrado que es posible lograrlo. Si ellos han sido capaces ¿por
qué no nosotros? Indignarse no es suficiente.
(*) Catedrático de Economía Aplicada, Universidad Rey Juan Carlos de Madrid
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