lunes, 19 de junio de 2017

Macron deja las cosas claras y Sánchez las envuelve en literatura / Antonio Sánchez-Gijón *

La elo­cu­ción de Enmanuel Macron, pro­nun­ciada junto al pre­si­dente Rajoy en el re­ciente en­cuentro entre los dos en París, fue breve, con­creta y efi­caz: “Conozco un socio y amigo que es España en su con­junto y toda en­te­ra”. El joven pre­si­dente quería dar a en­tender que un con­ten­cioso ca­talán que gira en torno al pre­ten­dido de­recho de au­to­de­ter­mi­na­ción de Cataluña, que se ma­te­ria­li­zaría el pró­ximo 1 de oc­tubre en re­fe­rén­dum, no puede afectar ni in­cidir sobre las re­la­ciones de Francia con España, ni Francia va a tomar pos­tura al­guna ante un asunto es­pañol, ya que este es, es­tric­ta­mente, de orden cons­ti­tu­cional in­terno. Cataluña no es un pro­blema fran­cés, y por ex­ten­sión tam­poco eu­ro­peo. 

Esta toma de postura es congruente con un sistema de estados que se basa en el riguroso respeto a la soberanía de las naciones, o con mayor precisión jurídica, la soberanía de los estados. Porque la palabra ‘estado’ es de contenido semántico neto, claro, exacto: es estado aquel ente (generalmente naciones, pero no siempre) que es reconocido por los otros estados. Se trata de una acreditación mutua, un otorgamiento de trato exclusivo y privilegiado que los sujetos del orden internacional se dan entre sí.

Y aunque ese otorgamiento posiblemente sea discriminatorio con respecto a algunos aspirantes a la condición de estado, la experiencia histórica de cada región del mundo ha demostrado que esa convención es la mejor alternativa a una situación de guerra continua, causada por disputas dinásticas, territoriales, imperiales, entre naciones, etc. Los modernos estados de España y Francia (además de muchos otros en Europa) abrazan, por tanto, una práctica consuetudinaria que ha demostrado ser la más útil y pacífica forma de convivencia, la cual les alejó en su día, de modo seguramente definitivo, del riesgo de recaer en los seculares choques y enfrentamiento que precedieron a su formación como estados modernos.

A esa transparencia semántica del concepto de ‘estado’ se contrapone la ambigua palabra ‘nación’. El problema con este último concepto es la profusión de definiciones e interpretaciones a que se presta, cada una de ellas cargadas de emotividad y subjetividad. Véase, por ejemplo, el intento del nuevo secretario general del partido socialista, Pedro Sánchez, de escamotear detrás de palabras que exaltan la discutida conciencia nacional catalana, su convicción de que Cataluña no puede constituirse en un nuevo Estado.

Sánchez hablaba en la clausura del congreso nacional del partido socialista, el domingo 18 de junio, un día después de que la asamblea aprobase la moción de que “España es una nación de naciones con una única soberanía”.

Sánchez dijo: “El catalanismo… es un sentimiento cívico, transversal, el amor por la tierra, la cultura y la lengua catalana y, lejos de dar la espalda a su realidad española, se abraza a ella, se implica, se compromete junto a millones de compatriotas españoles en la transformación y la modernización de España”. 

En fin, unas ideas ya desechadas por los independentistas, pero que se sintetizan en la noción socialista de Cataluña como ‘nación cultural’, la cual había dado pie a Sánchez, en el transcurso de las primarias del congreso, para relanzar repetidamente la idea de la supuesta “plurinacionalidad de España”, o la de que “España es una nación de naciones”. 

Este último concepto tuvo su momento de brillo (temporal, por otro lado) en los debates previos al proyecto de constitución, aprobado en 1978. Lo apadrinaron Miguel Herrero de Miñón, Gregorio Peces-Barba y otros, mientras otros constitucionalistas refutaban el concepto comparándolo con la metafísicamente imposible idea de que existiese un “Dios de Dioses”.

Y aunque el derecho de autodeterminación de aquellas regiones españolas que a la vez se consideraban naciones culturales figuró en los programas del PSOE (1974, Suresnes) y del partido comunista (1975), el imperativo de prepararse rápidamente para la desaparición de Franco y, poco más tarde, el de aprovechar la oportunidad histórica de influir en el proyecto de constitución española y en el modelo de convivencia a ella inherente, hizo que esa pretensión fuera rebajada a la condición de mito ya extinguido, que había sido útil como consigna de unión entre los republicanos y nacionalistas exiliados y la oposición interior al régimen, pero que ‘ahora’ debía quedar subsumido en la noción constitucional de que España está compuesta por un conjunto de nacionalidades y regiones, como estructura territorial de la democracia española.

Así que, con Sánchez, vuelta a empezar, mientras los independentistas, una vez más, se empeñan en chocar con la realidad del sistema internacional, desaprovechando las oportunidades que les serían ofrecidas, a ellos y a España si, paradójicamente, siguiesen las recomendaciones expresadas por Sánchez en su discurso de clausura del congreso: crear “un espacio de encuentro tan amplio como mayoritario a ambos lados del Ebro”. Un espacio, añadió, “que defienda la idea de que España es un proyecto compartido y favorable al fortalecimiento del autogobierno catalán y al reconocimiento de su identidad nacional”.

Oferta que, como Sánchez sabe, no es lo que se pretende votar el 1 de octubre próximo, aunque no ha dicho nada sobre lo que hasta entonces harán él y su partido.


(*) Periodista


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