lunes, 19 de junio de 2017

“¡Vamos Rafa! (Hernando)” / José Alejandro Vara *

Cuando salta a la tribuna, su bancada le recibe al grito de “¡Vamos, Rafa!”, como si estuviera en Wimbledon. Nadie espera de él sutilezas, fino estilismo, prosa gongorina o floridos argumentos. De él se espera otra cosa. Dar mamporros. Es el orador escoba, el último en saltar a la palestra. La postrera voz que clama en la tribuna. Ese es su cometido. El del diputado jabalí, que decía Ortega. Ni payaso, ni tenor. Jabalí. Ahora le dirían “destroyer”.

Recita enormidades sin pestañear, sacude trompadas sin titubeos, arrea estopa sin alterarse. Enuncia verdades como puños e incurre en hipérboles excesivas. Es su papel. De ahí que suele despertar animadversión, rechazo, antipatía y, en algunos espíritus sensibles, hasta repugnancia. A su parroquia, le encanta. Ejerce el papel de orador justiciero. Va tomando nota sobre todo aquello que se ha escupido contra su grupo, su partido, sus colores y luego, dosifica las bofetadas. Según sea la intensidad del agravio recibido, así es la agresividad de su respuesta.

“Todas las cosas excelentes son tan difíciles como raras”, explicaba Spinoza. Nadie le va a exigir excelencia a Rafael Hernando. Tan sólo, que cumpla su papel. A su manera. De una vehemente estridencia. Insulta menos de lo que le atribuyen. Menos que buena parte de quienes le sepultan con sus reproches. Nuestro Parlamento, desde luego, no es el británico, donde se llegó al acuerdo de desterrar afrentas como adornar a un miembro de la Cámara con adornos de “cobarde” o “traidor”. 

Incurren sus señorías, entonces, en el eufemismo isabelino y hablan de que tal diputado “adolece de fatiga inusual” por no llamarle borracho. Hernando no suele insultar, pero toca donde duele. No desliza suavemente sus argumentos sobre su objetivo sino que se los restriega con una lija del 90, si es que la hubiere. Nada de contemplaciones para quien no te respeta, es una de sus normas. A vez pisa el acelerador en lugar del freno e incurre en inadmisibles enormidades, como cuando intentó golpear a un esquivo Rubalcaba.

La mujeres sumisas de Ana Oramas

Quizás tanta vehemencia, tanta brocha gorda resulte menos eficaz que el fino estilete. La breve intervención de Ana Oramas contra Pablo Iglesias, su machismo y sus “mujeres sumisas” produjo mayor efecto que todo el discurso de Hernando al cierre de la moción de censura.

El jefe del grupo popular hizo, eso sí, saltar chispas con su referencia a la nítida ‘relación’ entre dos diputados. Uno de los aludidos tiene, por cierto, un frondoso prontuario en youtube con menciones, nada amables, contra Ana Botella como ‘esposa de’, por todos los platós de televisión. Quizás en nuestro Parlamento se pueda llamar “traidor” a un diputado, y “ladrón” y “facha”, que se puede, pero es inadmisible referirse a una determinada “relación”. Es tabú. Hernando pidió perdón, sin pensar quizás en que “quien se arrepiente de una acción es doblemente perverso”, según explicaba Locke.

El Congreso no es la Utopía de Tomás Moro, donde el oro se usaba tan sólo para fabricar orinales o cadenas para presos y con los diamantes se hacían juguetes para niños. En sus bancadas se sientan especímenes muy singulares. Como una María Baitialarrangoitia, quien en campaña electoral pidió “un chaparrón de aplausos” para los criminales que volaron la T-4. Fue inhabilitada y ahora, ahí está, sentadita en su escaño. Y ni un reproche.

Hernando es duro, implacable, impertinente y, como al personaje de Onetti, le estorban los pretextos. Detesta el énfasis, primo hermano de la hipocresía. Ahora que el cielo del Congreso se ha vuelto negro como un rencor insuperable, cuando sube al atril, los diputados de su grupo, salpicado de tristes y pusilánimes, enderezan la espalda, afilan el oído y se frotan las manos. Hernando va a decir todo lo que ellos callan y les encantaría gritar. Por eso, entonces, estallan en un clamor incontenible: “¡Vamos Rafa!”.


(*) Periodista



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