En el proceso penal español, el principio de presunción de
inocencia se mantiene incólume hasta la firmeza del fallo condenatorio.
Lo recordaba la sentencia de la Audiencia Nacional por la que se
condenaba a Miguel Blesa a seis años de prisión por el caso de las
tarjetas ‘black’. Sin embargo, el expresidente de Caja Madrid no esperó
al resultado de los recursos ante el Tribunal Supremo y hace unos días,
según la investigación preliminar de la Guardia Civil, se suicidó de un
disparo en el pecho con una escopeta de caza en una finca de Córdoba.
Tenía ante sí otras dos acusaciones de la Fiscalía por la supuesta
estafa de las preferentes de la quebrada Caja y por los sobresueldos e
incentivos ilegales que presuntamente concedió al número dos de la
entidad. Aunque pudiera gozar de libertad, su horizonte personal era
sombrío y desde hace tiempo padecía en sus carnes el descarnado reproche
moral de una sociedad castigada duramente por el látigo de la crisis.
Todas las caídas son duras, pero Miguel Blesa se precipitó al vacío
desde lo más alto de la cima. Allí donde la acumulación de poder y
dinero causa un mal de altura que hace perder el juicio y ganar en
sensación de impunidad.
Mi trato personal con el
financiero fallecido se reduce a una comida profesional en el salón
anexo de su despacho cuando, hace una década, él aún ocupaba una
posición de privilegio en el olimpo de la élite política, financiera y
empresarial. De aspecto refinado en su vestimenta y en el trato
personal, Blesa representaba de la forma más arquetípica a la cúspide de
esa España que había crecido a lomos de una explosión de crédito barato
y se abonó a los grandes fastos, colectivos y personales, hasta que el
castillo de naipes se desmoronó y nuestro país implosionó socialmente
con el desempleo, los desahucios y otros innumerables dramas personales
de muchos miles de anónimos ciudadanos.
Todo estaba por ocurrir
entonces. Nada parecía aventurar en aquellos tiempos de vinos y rosas
(para algunos) que aquel hombre de sólidos asideros políticos y
económicos podría despeñarse algún día desde su atalaya de omnímodo
poder hasta el punto de acabar quitándose la vida después de ser
condenado por apropiación indebida y administración desleal. Con Blesa
no sentí el pálpito de un futuro desenlace tenebroso, aunque no tan
trágico, que sí me suscitaron otros personajes públicos que han vivido
su particular descenso a los infiernos. Por ejemplo, el expresidente
balear Jaume Matas, que en porte personal, visible querencia por el lujo
que delatan algunos relojes o corbatas, y discurso autorreferencial
propio de los egos desmedidos, exhibía ciertos paralelismos con Miguel
Blesa, solo que en el terreno de la política.
Hablamos una única vez,
pero fue suficiente. Él buscaba jefe de prensa para el Ministerio de
Medio Ambiente y recibí una llamada. Acudí por pura curiosidad, sin
ninguna voluntad de aceptar cualquiera que fuese la oferta (fuera de la
Redacción de un diario me cuesta respirar). La conversación fue
reveladora. Matas no quería comunicación institucional. Buscaba
proyección mediática personal para, como luego ocurrió, dar el salto a
la presidencia balear. Una vez allí le atacó el mal de altura y se
sucedieron los despilfarros, las corruptelas, la condena, la cárcel, el
estigma social... En definitiva, otra historia de ambición truncada y un
infausto final.
Con
Ángel María Villar, presidente de la Federación Española de Fútbol
durante 29 años y en la actualidad distinguido recluso del penal de Soto
del Real, contemplamos otra estrepitosa combinación de dinero y poder
que acaba de manera fatal. Según el auto del juez, Villar distribuía
dinero y prebendas a los dirigentes de las federaciones afines, incluida
la murciana, con el objeto de encontrar respaldo a sus decisiones y
para perpetuarse en tan codiciado puesto. Villar manejaba la RFEF como
un cortijo porque estructuralmente la RFEF es lo más parecido a un
cortijo.
Con un control de los poderes públicos prácticamente
inexistente sobre una entidad dotada de sus propias reglas, el
clientelismo y la opacidad se apoderaron de una organización que se
alimenta de las pasiones que desde la más tierna infancia hasta el ocaso
de la vida suscita el fútbol en millones de personas de toda condición
social y económica. Un auténtico chollo para quienes, presuntamente
desviándose de los dictados de la buena gobernanza, buscan provecho
personal en un deporte que solo en el ámbito profesional mueve alrededor
de 9.000 millones al año en España.
Si a la luz de
estos escándalos y corruptelas puede deducirse que la Justicia está
derribando los santuarios de impunidad en todos los ámbitos de la vida
pública, también cabe concluir que carecemos de controles públicos para
evitar estos casos. Tanto el Banco de España y la CNMV como el Tribunal
de Cuentas y el Consejo Superior de Deportes están quedando cla ramente
en entredicho como supervisores del buen gobierno. Hagamos todo lo
posible para que esto cambie. Es patente que lo hecho en materia de
transparencia resulta insuficiente. Quienes asumen la obligación de
vigilar, o no tienen la diligencia deseable o están faltos de medios y
autoridad suficiente. ¿Qué será lo próximo?
(*) Periodista y director de La Verdad
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